Mi estimado Lucas:
¡Cuánto, pero cuánto han tardado en
llegar tus delicadas líneas! ¡Las esperaba con tantas ansias como el día que
nos vimos por primera vez!
Intuyo que tus afables palabras han sido talladas con mucho dolor, no como
las impresas en nuestro ahora solitario banco el cual manaba de amor. Tengo que
decirte mi sublime amado, que cada vez que salía de casa a nuestro encuentro,
mi corazón latía tan vigorosamente, que mi rostro se sonrojaba, de veras temía
que te dieses cuenta, pero así afloraba mi querer y afecto hacia ti.
¡Despierta mi duendecillo, despierta!
Seca el dolor de tu rostro, la congoja no te conviene, no te quiero ver
así. Sólo deseo ver tus ojos lagrimosos
ante el recuerdo de mis ocurrentes chistes. Quiero que vuelva la luz a tu tez,
que salgas de donde quiera que te encuentres oculto para que pueda verte hoy y
siempre, infinitamente. ¿Recuerdas aquella estrella iluminando nuestros andares
en la oscuridad? Si la observas con detenimiento, verás el alma del amor que
hoy te deja escritas estas lánguidas palabras.
Mi corazón desea incesablemente que busques la rosa que en tu jardín feliz
florezca. ¿Acaso no recuerdas nuestro juramento? “Si la vida nos separa, que no sea la falta
de este el que nos una de nuevo, que sea decisión de nuestro temprano o tardío
destino, no nos condenemos por tener que observar en el cielo a nuestro amor
más querido.
¡No sufras más mi duendecillo, no sufras! Pues esta breve misiva será el
recuerdo impreso que hará que a tu lado me poseas eternamente.
Pedirte mi querido Lucas, que de vez en cuando, sólo muy de vez en cuando,
sean tus lágrimas de luz brillante las que al albor rezumen ante este gélido
sillar que me acoge para impregnar mis labios desabridos de sed, y ahuyentar el
miedo que habita en mi lóbrega cama. Insisto, sólo cuando así lo desees.
Infinitamente en mi prendado corazón.
“Tú pequeño gran ángel”
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